domingo, 11 de agosto de 2013

Fe con obras

   A diferencia de la lástima, la compasión traduce el sentimiento de angustia por la necesidad del prójimo.

“Jesús les dijo: ¿Cuántos panes tenéis? Y ellos dijeron: Siete, y unos pocos pececillos. Y mandó a la multitud que se recostase en tierra. Y tomando los siete panes y los peces, dio gracias, los partió y dio a sus discípulos, y los discípulos a la multitud. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, siete canastas llenas. Y eran los que habían comido, cuatro mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.” (Mateo 15: 34-38)

   El apóstol Santiago, quien probablemente escribió la primera epístola del Nuevo Testamento, confrontó a la iglesia naciente con algunos asuntos netamente prácticos relacionados al ejercicio de la vida espiritual. Con el estilo directo que lo caracteriza, pregunta a sus lectores: «¿Si un hermano o una hermana no tienen ropa y carecen del sustento diario, y uno de vosotros les dice: "Id en paz, calentaos y saciaos", pero no les dais lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe por sí misma, si no tiene obras, está muerta» (Stg 2.14-17). La fe de tal persona no tiene vida, afirma Santiago, porque las obras son la evidencia más tangible de un corazón trabajado por Dios. Estaba preocupado de que la Iglesia se inclinara hacia una espiritualidad egoísta, que excluía del ejercicio de su fe las acciones concretas de amor hacia los demás. Esta misma actitud había caracterizado al pueblo de Israel durante siglos.

   En el pasaje que consideramos esta semana podemos encontrar el origen de la convicción que movía el corazón del apóstol, el ejemplo mismo de Jesús. El incidente que relata el evangelio de Mateo seguramente es representativo de decenas de situaciones similares en las que los discípulos tuvieron oportunidad de ver cómo el espíritu tierno de Cristo se traducía en acciones concretas hacia aquellos que estaban a su alrededor. El evangelista nos dice que, «entonces Jesús, llamando junto a sí a sus discípulos, les dijo: Tengo compasión de la multitud, porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer; y no quiero despedirlos sin comer, no sea que desfallezcan en el camino» (v. 32).

   Debemos notar, al pasar, el asombroso compromiso de la multitud con la persona de Cristo, pues habían estado con él en el lapso de tres días. Es evidente que durante ese tiempo las personas no habían tenido oportunidad de volver a su casa ni de procurar algún alimento. Esta clase de comportamiento siempre ha sido la evidencia más clara del obrar soberano de Dios, pues la intensidad del momento espiritual lleva a que los participantes pierdan la noción del tiempo y desatiendan aun sus necesidades más básicas. Algunos, incluso, podrían haberse sentido tentados a descartar estas necesidades como molestas distracciones frente al mover de Dios. Sin embargo, la situación no escapó de los ojos acuciosos de Jesús y fue movido a compasión.

    La compasión es una de las características que distingue a la persona cuyo corazón ha sido tocado por el amor de Dios. A diferencia de la lástima, la compasión traduce el sentimiento de angustia por la necesidad del prójimo en una acción concreta que busca aliviar dicha situación. En este caso, Cristo reunió a sus discípulos con un doble propósito, además de señalar la premura de la gente, también pretendía movilizarlos a la acción.

   El proceder de Jesús está plenamente alineado con el corazón bondadoso del Padre. Encontramos una expresión típica de su ternura en Deuteronomio 15.7 y 8: «Cuando haya algún pobre entre tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la tierra que Jehová, tu Dios, te da, no endurecerás tu corazón ni le cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano liberalmente y le prestarás lo que en efecto necesite».

(Autor: Christopher Shaw, publicado en www.desarrollocristiano.com)

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